La tiranía de lo mediocre
3 Marzo, 2021Fernando Navarro “Navarth” se plantea en su blog la inquietante pretensión de algunos sectores políticos y sociales de combatir el talento y el mérito en aras de una supuesta equiparación igualitaria. El propósito es inviable. Se pueden traspasar riquezas materiales de persona a persona, pero no se puede quitar talento a un dotado para implantarlo a quien carece del mismo. Son precisamente estos últimos los que pretenden establecer esta “tiranía de lo mediocre” que analiza Fernando Navarro.
López es un empresario exitoso que ha trabajado muy duramente durante toda su vida y ha reunido una cantidad respetable de dinero. Pérez no es especialmente brillante, trabajador o afortunado; creció en un hogar con pocos recursos y ahora malvive con trabajos precarios y periódicas estancias en el paro, lo que le hace llegar con serias dificultades a fin de mes. Pérez se compara con López, observa la desigualdad entre ambos, y entiende que se trata de una situación altamente injusta que se debe corregir. López por su parte entiende que ha ganado honradamente y con esfuerzo su dinero, que merece todo aquello que disfruta, y que la situación actual es perfectamente justa. ¿Quién tiene razón?
John Rawls lo tiene claro. Nacer en determinado hogar y en determinada sociedad no es mérito de uno mismo, y el talento depende de un reparto genético aleatorio. ¿Y el esfuerzo? Bueno, en definitiva está relacionado con la educación recibida y cierta predisposición innata. El triunfo social no depende entonces de uno mismo sino del azar, y justificar las desigualdades invocando el merecimiento es una «arbitrariedad moral». Punto para Pérez.
Pero ¿quién habla de merecimiento? Lo importante, contesta Robert Nozick, es la libertad, un valor que Rawls ni siquiera menciona y que subordina subrepticiamente al que él ha escogido, la igualdad. Rawls, dice Nozick, toma un fotograma de la realidad, lo pone en el microscopio, lo compara con su ideal de igualdad y dictamina si muestra una realidad justa o injusta. Pero el análisis no debe limitarse al fotograma sino a la película entera. ¿Por qué es rico López? Porque muchos han escogido libremente los servicios que presta. Es entonces la libertad la que ha desbaratado la igualdad; y si ésta quiere imponerse permanentemente sólo se conseguirá suprimiendo permanentemente la libertad. Punto para López.
Rawls entiende que la sociedad justa es la igualitaria; Nozick, que es la sociedad libre. Es bueno leerlos simultáneamente porque por separado no funcionan muy bien: no existe una solución única y milagrosa pendiente de ser descubierta en la que los valores encajen armoniosamente. Y hay más cosas en juego en esta historia, claro: las virtudes y defectos de los participantes. El que llega a lo más alto, aunque sea por una cuestión de absoluto azar, desarrolla automáticamente el convencimiento de merecerlo: en esto consiste la soberbia. Por otra parte es dudoso que el que ha quedado más abajo reconozca algún mérito al de arriba; posiblemente atribuya enteramente al azar y la injusticia la situación y esto le provoque ira: en esto consiste el resentimiento y la envidia. Que una sociedad decida incentivar el esfuerzo o la envidia tiene efectos. Y en esas estábamos cuando llegó Michael Sandel.
Sandel comienza su recorrido con un debate teológico: ¿puede el hombre alcanzar la salvación con su esfuerzo, o depende enteramente de la gracia de Dios? La respuesta no es baladí porque pone en cuestión simultáneamente la omnipotencia de Dios, la libertad y la soberbia de los hombres: ¿quiénes son éstos para pretender entender los designios de aquél? Así lo entendieron sucesivamente San Agustín, Lutero y Calvino. Pero aceptar que hay condenados y elegidos de antemano, que no hay manera de entender las razones, y que no se puede hacer nada para evitarlo repugna a las intuiciones morales básicas de los hombres. Con el tiempo se abrieron fisuras, se entendió que el trabajo y el éxito eran de algún modo una señal de la gracia de Dios. El mérito acabó expulsando la gracia, y el resto de la historia la cuenta Max Weber: la ética protestante, en esta nueva versión, provocó el triunfo del capitalismo.
Pues bien, contra todo pronóstico, Sandel parece querer revertir la historia. Y lo hace de una manera peculiar: escogiendo en cada dilema el camino que parece menos razonable. Sandel reconoce que la meritocracia promueve la eficiencia: «me irá mejor si mi fontanero o mi dentista es alguien capaz que si es un incompetente». Pero las tuberías y los dientes no le impiden denunciar que la meritocracia no es perfecta porque existe corrupción en el acceso a las universidades de la Ivy League. Y cuando el lector está pensando «pues ataquemos la corrupción» Sandel continúa diciendo que aunque la meritocracia fuera perfecta sería mala porque fomenta el orgullo del ganador y la envidia del perdedor. Y entonces ¿no sería mejor condenar moralmente ambos defectos? Pero Sandel ya está a otra cosa explicando que el ascensor social no funciona porque del 20% más pobre sólo accede a la Ivy League el 4%. Vaya, pues no está tan mal: el ascensor, aunque lento, funciona. Pero entonces Sandel, hace una acrobacia final y afirma que el pobre sufriría menos en una sociedad estamental:
«Ser pobre en una meritocracia es desmoralizador. Si, dentro de una sociedad feudal, naciera siervo mi vida sería dura, pero no estaría lastrada por la convicción de que nadie más que yo sería el responsable de que estuviera ocupando esa posición subordinada. Tampoco tendría que trabajar agobiado por la idea de que el terrateniente a quien sirvo ha adquirido su posición por ser más capaz e ingenioso que yo. Sabría que no es alguien más meritorio que yo, sino solo un tipo con más suerte».
Si la corrupción interfiere en el mérito, liquidemos el mérito; si el ascensor no es perfecto, no hay ascensor; si el esfuerzo de unos provoca la envidia de otros, acabemos con el esfuerzo. Hay que decir que Sandel parece sospechar que sus argumentos, no enteramente sólidos, no van a conseguir el respaldo unánime de los lectores:
«La mayoría de los filósofos contemporáneos rechazan la idea de que la sociedad deba asignar empleos y remuneraciones en función de lo que las personas se merezcan. Esto hace que los filósofos entren en conflicto con las intuiciones morales en las que se inspira la opinión común, y merece la pena tratar de dilucidar quién tiene razón, si ellos o la mayor parte de la población».
Es decir que tenemos que abandonar la salvación por las obras y volver a la salvación por la gracia… de Sandel. No es de extrañar que en su tortuosa argumentación haya recurrido a uno de los ejemplos más perturbadores de la Biblia, el de Job. El tipo más esforzado del mundo es sometido arbitrariamente a todo tipo de desgracias, y cuando manifiesta su perplejidad Dios le recrimina: a veces las cosas no ocurren por los merecimientos. ¿Quién eres tú para intentar comprender mis designios?, le dice bajo la forma de un torbellino. El lector de la Biblia que asiste a la escena sí que los conoce: lo que hay detrás de todo es una apuesta con Satán.
En resumen este es un libro irritante y completamente innecesario. Todo lo que había que decir sobre el éxito, el azar, la soberbia y el deber hacia los menos afortunados ya lo dijo, en un discurso de sólo 13 minutos Michael Lewis en Princeton: «En la vida no os dejéis engañar por los resultados. Los resultados, si bien no son totalmente aleatorios, contienen una gran cantidad de suerte. Por encima de todo debéis reconocer que si habéis tenido éxito también habéis tenido suerte. Y la suerte conlleva una obligación: tenéis una deuda, no sólo con los dioses. Tenéis una deuda con los desafortunados».
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